Viajé a Australia con la idea de instalarme un tiempo a vivir ahí, pero cuando aterricé en el país no tenía idea dónde iba a dormir, así que abrí Couchsurfing con la esperanza de encontrar a alguien que me hospedara los primeros días. Por suerte, un chico australiano me invitó a pasar unos días en
su casa sin poner un peso. Además, como el lugar quedaba frente a la playa, prometíó enseñarme a surfear. ¿Cómo decir que no?
Me tomé el tren que iba de Sydney a Newcastle y me perdí, por lo que llegué de noche. Cuando toqué la puerta me abrió mi anfitrión y me
explicó que sus padres no sabían lo que era Couchsurfing, así que tenía que
mentir e inventarles que eramos compañeros de la universidad. Caradura total,
me presenté medio rapidito y me instalé en el cuarto que me dieron prestado.
Al día siguiente nos llevaron en auto a una playa cercana. Caminamos por la costa, sacamos fotos y hasta rescatamos un pelícano que tenía un ala rota y cayó en picado al agua.
Newcastle, Australia
Esa misma noche me dijeron que iban a cenar a la casa
de la abuela porque cumplía 96 años y me pidieron que yo también vaya, ya que
iba a ser parte de la familia por unos días. Me aclararon que no estaba muy
lúcida pero que iba a ser divertido igual, y como estaba entre la espada y la
pared tuve que decir que sí.
En la casa de la abuela nos esperaban tíos,
primos… y hasta los perros. En el jardín de atrás había cacatúas blancas de
cresta amarilla y canguros. Parecía un zoológico, estaba fascinada. Era la
primera vez que veía un canguro. Tanto me enganché con los animalitos que perdí
noción del tiempo y arranqué tarde a cocinar el flan que había prometido.
Encima era algo que nunca antes había hecho en la vida y lo había vendido como
EL postre argentino. Aclaré que solemos acompañarlo con dulce de leche y por
supuesto también expliqué qué es el dulce de leche. Hasta ahí todo viento en
popa.
Cantamos el feliz cumpleaños en inglés,
soplamos las velitas y llegó el momento del flan. Me pusieron un gorro de chef
en la cabeza y me felicitaron por la hazaña. Para ser políticamente correctos
lo probaron y me halagaban con pavadas como “wow”, “amazing”… Pero yo lo comí y
era un asco, mezclé cualquier cosa, no me fijé en las fechas de vencimiento de los productos, todo mal. Terminó la joda y nos despedimos con abrazo
incluido.
Al día siguiente la madre recibió un llamado
de un familiar, diciéndole que aparentemente algo le cayó mal a la abuela y
tuvieron que llevarla de emergencia al hospital. Era obvio que había sido mi
flan, lo intuía.
La abuela quedó internada por problemas
gástricos y con el pasar de los días el ambiente se puso pesado, así que
agarré las valijas y me mandé a mudar. A la semana siguiente, mi amigo de Couchsurfing me
mandó un mensaje diciendo que su abuela la quedó y me preguntó si quería ir al
velatorio. Me dio culpa y le dije que sí, que obvio, que iba a estar ahí para
apoyarlo… Pero me imaginaba teniendo que explicarme por el flan espantoso que había
hecho y no me dio el cuerpo ni el coraje para dar la cara, así que opté por hacerme de humo y nunca aparecí.
Al día de hoy, un año después y ya de vuelta
en Argentina, todavía no me puedo borrar esa imagen de la cabeza. Si me ofrecen flan de postre en una cena, automáticamente me largo a llorar. Estoy convencida de que fui yo la
que maté a la abuela.