2.4.20

Sobre una cena Australiana que terminó en un accidente fatal.








Viajé a Australia con la idea de instalarme un tiempo a vivir ahí, pero cuando aterricé en el país no tenía idea dónde iba a dormir, así que abrí Couchsurfing con la esperanza de encontrar a alguien que me hospedara los primeros días. Por suerte, un chico australiano me invitó a pasar unos días en su casa sin poner un peso. Además, como el lugar quedaba frente a la playa, prometíó enseñarme a surfear. ¿Cómo decir que no?
Me tomé el tren que iba de Sydney a Newcastle y me perdí, por lo que llegué de noche. Cuando toqué la puerta me abrió mi anfitrión y me explicó que sus padres no sabían lo que era Couchsurfing, así que tenía que mentir e inventarles que eramos compañeros de la universidad. Caradura total, me presenté medio rapidito y me instalé en el cuarto que me dieron prestado.
Al día siguiente nos llevaron en auto a una playa cercana. Caminamos por la costa, sacamos fotos y hasta rescatamos un pelícano que tenía un ala rota y cayó en picado al agua. 

   Newcastle, Australia

Esa misma noche me dijeron que iban a cenar a la casa de la abuela porque cumplía 96 años y me pidieron que yo también vaya, ya que iba a ser parte de la familia por unos días. Me aclararon que no estaba muy lúcida pero que iba a ser divertido igual, y como estaba entre la espada y la pared tuve que decir que sí.
En la casa de la abuela nos esperaban tíos, primos… y hasta los perros. En el jardín de atrás había cacatúas blancas de cresta amarilla y canguros. Parecía un zoológico, estaba fascinada. Era la primera vez que veía un canguro. Tanto me enganché con los animalitos que perdí noción del tiempo y arranqué tarde a cocinar el flan que había prometido. Encima era algo que nunca antes había hecho en la vida y lo había vendido como EL postre argentino. Aclaré que solemos acompañarlo con dulce de leche y por supuesto también expliqué qué es el dulce de leche. Hasta ahí todo viento en popa.
Cantamos el feliz cumpleaños en inglés, soplamos las velitas y llegó el momento del flan. Me pusieron un gorro de chef en la cabeza y me felicitaron por la hazaña. Para ser políticamente correctos lo probaron y me halagaban con pavadas como “wow”, “amazing”… Pero yo lo comí y era un asco, mezclé cualquier cosa, no me fijé en las fechas de vencimiento de los productos, todo mal. Terminó la joda y nos despedimos con abrazo incluido.
Al día siguiente la madre recibió un llamado de un familiar, diciéndole que aparentemente algo le cayó mal a la abuela y tuvieron que llevarla de emergencia al hospital. Era obvio que había sido mi flan, lo intuía.
La abuela quedó internada por problemas gástricos y con el pasar de los días el ambiente se puso pesado, así que agarré las valijas y me mandé a mudar. A la semana siguiente, mi amigo de Couchsurfing me mandó un mensaje diciendo que su abuela la quedó y me preguntó si quería ir al velatorio. Me dio culpa y le dije que sí, que obvio, que iba a estar ahí para apoyarlo… Pero me imaginaba teniendo que explicarme por el flan espantoso que había hecho y no me dio el cuerpo ni el coraje para dar la cara, así que opté por hacerme de humo y nunca aparecí.
Al día de hoy, un año después y ya de vuelta en Argentina, todavía no me puedo borrar esa imagen de la cabeza. Si me ofrecen flan de postre en una cena, automáticamente me largo a llorar. Estoy convencida de que fui yo la que maté a la abuela.

17.9.18

¿Qué querés ser cuando seas grande?

San Sebastián (O Donostia, como le dirían en Euskera) es una ciudad de la que siempre oí hablar porque ofrece uno de los festivales más importantes a nivel mundial de cine. Es por esto que, cuando la visité hace unos días, justo antes del famoso festival, no pude evitar pensar y repensar mi carrera. Técnicamente soy directora de cine, cuento con un título que lo avala y todo, pero además me gusta pensarme como crítica cinematográfica.
Un crítico de cine es similar a un filósofo. Cuestiona la película que acaba de visionar, arma posibles teorías (muchas veces conspirativas), se pregunta acerca de las decisiones de un director, investiga otras disciplinas para que sus conclusiones no suenen descabelladas, indaga intertextualidades y, finalmente, arma un conjunto de ideas que intenta desarrollar en algunas líneas, tratando que sea coherente y que destaque frente a las reseñas de otros (después de todo, hay que llamar la atención para hacerse de un sueldo)…

                                                                     San Sebastián, Euskadi
Siempre necesario -poco solicitado-, el crítico va por ahí cultivando sus reseñas, haciéndose un nombre (o al menos, lo ambiciona) y ofreciendo una perspectiva personal de la película. Es por eso que aspiro a hacer crítica; estoy en una etapa de crecimiento donde busco nutrirme de los diferentes puntos de vistas narrativos que tienen para ofrecer los directores de cine. Algún día tendré el privilegio de conocer un festival internacional por dentro, ser la fotografiada y no la fotógrafa, recibir premios por un guión escrito y no abucheos por tratar mal a películas de dudosos ideales. Pero, y mientras tanto, me dedico a escribir críticas, porque como decía Fernando Pessoa: “La función última de la crítica es que satisfaga la función natural de desdeñar, lo que conviene a la buena higiene del espíritu”.

12.8.18

Óleo de un hombre con bigote

Era un sábado de noche en Madrid y no tenía planes para salir, pero mi compañera de piso estaba de viaje y el departamento en Chamberí me quedaba enorme, así que sin compañía ni norte marcado, me arreglé y salí a patear las calles madrileñas.
Hice tres paradas hasta Sol, el corazón turístico de la ciudad, y justo a la salida del metro me encontré con una banda callejera de latinoamericanos bailando break dance y arengando al público por monedas. Me quedé un rato hasta aburrirme y me dispuse a vagar sin rumbo, creo que buscando algún boliche donde no me arrancaran la cabeza con el precio. Sin éxito alguno, paré en una esquina a seguir la búsqueda desde mi celular y puse el bar elegido en el mapa, cuando un hombre alto de piel oscura -al mejor estilo basquetbolista- me cortó el paso para preguntarme en inglés “how much?”, que cuánto cobraba. A los gritos, en español y con el infaltable dedo índice girando como una turbina al llegar a la sien derecha, le respondí “estás completamente loco” y me fui a los piques.

Un rato después, ya en el bar, me encontré con un grupo de gente que había conocido mediante las maravillas de Internet y en menos de lo que tardé en decir mi nombre, un italiano de la mesa me invitó un shot de Disaronno. Era todo un galán exótico, tenía una cámara a rollo y portaba bigotes estilo Dalí. Le pregunté por la cámara y dijo que prefería la analógica porque tenía la teoría de que el día que revelara las fotos y develara el misterioso resultado, podía resucitar la magia de la noche vivida…
Los bigotes nunca los entendí.

Nuestra siguiente parada fue un boliche pequeño que pasaba reggaetón. Pedí prestada la cámara y el tano me la entregó con toda la seguridad del mundo. Qué envidia me da la confianza que tienen los europeos en los otros. Prometí sacar fotos solamente de lo que me parecía “importante” y por supuesto le gasté todo el rollo.

Salimos, le devolví la cámara y emprendimos la vuelta a mi casa. Caminábamos en igualdad de condiciones, entendiéndonos poco y gesticulando demasiado. Él me enseñaba italiano y yo me reía al unísono de su musicalidad.
No voy a mentir, mil preguntas se me venían a la cabeza: “¿Dejo que me acompañe a casa? ¿Quiero estar acá con él? ¿O es la ciudad y el momento lo que me conmueven y cautivan?”.
A la única conclusión que llegué es que hay personas que se atraviesan en el camino en determinados instantes como un soplo, para acompañarnos, hacernos reír o cuidarnos, y así como aparecieron tarde o temprano desaparecen. Es como si se desvanecieran en el aire sin alterar demasiado el estado de la materia… Y aunque no todos son dignos de ser parte de una anécdota de sobremesa, hay personas que son relevantes y dejan marca. Queda en nosotros pensar si vale la pena o no generarles un espacio en la memoria Ram de nuestros recuerdos.

11.7.18

El verano europeo en los pantalones cortos como la distancia entre Madrid y Barcelona.

Estaba de camino al trabajo como todas las mañanas, cerca de la estación de Moncloa en Madrid, cuando accidentalmente saltaste en mi playlist. Me olvidé que tenía guardado en un viejo celular, la grabación desordenada y descoordinada de una canción que tenía tu voz como protagonista. Asustada y sorprendida a la vez, me saqué los auriculares para no escucharte, supongo que para evitar la nostalgia.
Minutos después, te vi pasar en otro cuerpo, otra ciudad, pero en verano nuevamente. Llevabas puestos esos pantalones cortos a los que quiero aferrar tu imagen y la barba y los rulos oscuros. Me reencontré con tu vos europeo, con el andar despreocupado, enmochilado. Me diste el espacio a pensarte un ratito y sin darte cuenta me acompañaste unos pasos antes de entrar al subte.
Hace unos días me enteré de que Azul tiene los días contados y me imaginé tu rostro entornado, tu cara de decepción, anulada. Los comentarios agudos, informados. El café -ahora- frío en la mesa de la cocina y otros pequeños gestos que luchaban por volverse cotidianos y en mi mente resultaban inconcebibles... El alcohol que tenía que pasar para poder abigarrarme a tu cuerpo.

Estaba enredada en ese tren de pensamientos cuando entendí que no eras vos por el arbolito que tenías tatuado en la parte baja del muslo derecho y los anteojos cuadrados; pero me quedé tarada igual cuando observé tu nariz prominente y el pelo melenudo, tan distintivo, tan propio.


Hay algunos recuerdos que hasta el día de hoy no logro procesar, mucho menos archivar... Pero elegí no borrarlos porque el corazón es selectivo y se queda con los mejores pedacitos.

Es como volver a escuchar la banda sonora de una película. No repetís la experiencia de mirarla, sino que elegís los mejores temas, los que más te gustaron o te conmovieron, y te prestas a escucharlos de nuevo, en loop.


Madrid, España

26.6.18

El amor según Tim Burton


Me asignaron la tarea de escribir sobre un tema universal utilizando la manera de hablar de otra persona. Esto quiere decir, elegir un autor al que admire y apropiarme de su voz.
Yo opté por hablar de amor (¿Cuándo no?) como si fuera Tim Burton.

El amor según Tim Burton

Es oscuro. El amor es un agujero de oscuridad que contrasta con la luz cuando se devela y crece y toma forma con la existencia de otro ser encarnado. Amanece, devora todo a su alrededor. Lo fagocita y lo devuelve en forma de poemas, de canciones.
Es vida… No, es morir en vida. Es creer que hay un después, un continuo. Es engañarse con un “para siempre”, creer entenderlo todo, sentirse inmortal. Es percibirse infinito, es tragedia y es delito. La debacle del ocaso, Cromañon hecho pedazos.
Pasajero y fugaz, se vive impaciente, emergente. Es desidia y es delirio, necesario y corrosivo. Es un reflejo del alma en otro cuerpo, encadenarse al destino, olvidar el control, perderlo todo.
Es la lucha eterna del colibrí por mantenerse vivo, saber que si tus alas se dejan de mover te comen vivo. Es un ápice de fe, el puntapié de la carrera, una ola por romper.
Inabarcable, inservible, incesante. El amor lo toma todo. Se lo apropia, se hace carne trémula, revoca. Toma venganza por cada alma que reclamó en el camino. Se torna compasivo y misericordioso con aquellos condenados que aceptaron su ventura.
Destino librado al azar, sin poder decidir, arriesgándose a fallar, a que perezca y se desvanezca. Al duelo y a la nada, no es nada… La nada misma.

Cerro del Tío Pío, España

7.4.18

Sisyphos, la antítesis del mito

Nuestros destinos se vieron atravesados en un tren y nos reímos de la coincidencia. Al bajar nos metimos de colado en la fila de Sisyphos, un boliche en la ciudad de Berlín que nunca cerraba sus puertas, siempre y cuando no fuera lunes. Hablamos de nimiedades hasta encontrarnos con el acceso principal y nos agarramos de la mano en una mezcla de éxtasis, nervios, ansiedad y frenesí.
Nos entregaron stickers con la consigna de que tapáramos la cámara del celular y entramos al país de las maravillas de Alicia. Se explayaban frente a nuestros ojos una serie de casitas de madera, una fábrica abandonada de comida para perros, un mural hecho de vidrios coloridos, un lago en el medio del predio, y nuestras zapatillas pisaban la arena.
La primera parada fue un armario musical, donde unos franceses introduciendo monedas eligieron “My heart will go on” y nos invitaron a pasar. Cantamos a los gritos y dejamos que la mezcla de color, láseres y humo nos atravesara el cuerpo. Éramos seis en un espacio de dos por dos, y la tensión se sentía en el aire.
Al salir fuimos a buscar algo para tomar y nos explicaron que cada cuatro botellitas de cerveza vacías que entregábamos, nos regalaban una llena. Era una buena tasa de cambio, por lo que pasamos parte de la noche buscando y acumulando botellitas de cerveza vacías que otros abandonaban por negligencia.
Nos sentamos en un puente a charlar y dejamos que nuestras piernas colgaran en el aire y se mecieran sobre el lago reflejante. En movimiento pendular, impacientes, nuestros pies iban y venían acompañando el ritmo de la música que sonaba de fondo, dejándose llevar por las estrofas inentendibles cantadas en alemán.
Vislumbré un sillón roto a distancia, repleto de cuerpos que se acomodaban entre los resortes que hacían presión por saltar y escapar para todos lados. No comprendo todavía si es que el sacudón del sofá provenía de esos cuerpos, o de las ratas que lo invadían.
Luego de agotar hasta la última gota de alcohol y trasladarnos por el espacio para investigarlo, nos animamos a seguir la música y adentrarnos en ese boliche oscuro, laberíntico, grafiteado y derruido. Figuras cadavéricas vestidas de negro y sobre maquilladas, yacían en los pasillos camuflándose de manera idílica con el espacio apretujado y caliente.
La música electrónica nos empujaba a bailar y seguir un movimiento frenético que hacía que la gente se contorneara de manera extravagante, a un ritmo imposible, imbailable. Fracasamos estruendosamente en nuestro intento de ser parte, por lo que nos resignamos a observar desde afuera y capaz interactuar con algún borracho elegante.
La cabina del DJ estaba al alcance de mi mirada. Era cuestión de atreverse a subir unos escalones, hacerle ojitos y seguirle la corriente. Aposté a que me animaba y con cara de “te lo dije”, me lancé a ver qué pasaba. El DJ me indicó qué tocar, y automáticamente vi a la masa de gente levantar las manos bien alto, secundándome. Dejé que la música me inundara de sentido y probé tocar un par de botones. Me sentí… gloriosa. Agradecí y me bajé, no sea cosa de acaparar el escenario.
Me reencontré con mi compañero y nos escabullimos por un pasadizo que nos llamaba la atención. Sin darme cuenta, mi espalda terminó contra unas rejas y me encontré encerrada entre sus brazos. Sus manos, apretadas obstinadamente con el enrejado, me impedían el paso.
Rogué que no entrara nadie más y lo desafié.
Me respondió con un beso corto, acompañado de una sonrisa… Y otro beso más, más largo, más profundo. Ya no sonaba la música, ya no podía distinguir voces extranjeras. Solo podía percibir mis dedos entrelazándose con los suyos.
Perdí la noción de tiempo, de lugar, de muerte. Desaparecieron los nombres, la ciudad de pertenencia, el lenguaje. Sólo concebíamos casualidades y deseo; de querer que el reloj frene, de anhelar que todo lo que sucedía a nuestro alrededor se congelara y nos dejara girar en esa suerte de soledad acompañada. Que no se volviera recuerdo, no todavía.
Inhóspito en perspectiva, ese recoveco latía nocturno y eterno. Y no nos daba motivos para abandonarlo... Afuera podía estar saliendo el sol o lloviendo sin parar, lo mismo daba. No teníamos razones por las que salir a averiguar qué pasaba. No había apuro ni espera, sólo amor libre y vicios. Estábamos rodeados de hambre de progreso y juventud extasiada. Todo un aleph emocional.

                                                                                                                                                      Berlin, Alemania

Afuera se encontraba Berlín, una ciudad museo histórica, vigente y palpable en el imaginario de sus ciudadanos. Adentro sólo había intentos de rearmar esa revolución que provocó que cayera el muro y resurgieran motivos por los que seguir vivo.
Reencontrarme en la mirada de otro me animaba a entender que no estaba sola. En una ciudad que provoca más preguntas que respuestas, la mejor opción es probar experiencias nuevas y delirantes.
Jugar a redescubrirse, sanarse y quizás hasta salvarse, entre los vestigios de la guerra.

16.10.17

Estadíos sonoros de un operador de radio

Sentarme a escuchar. Buscar tus clics. La mención de tu nombre. Un apodo.
Percibir el balanceo errático de una banqueta.
Violeta.

Imaginarte girando en espiral en un cuarto de dos por dos tocando botones.
Armando listas, tachando errores.

Presenciando a través de un vidrio todo tipo de escenas como investigador en un caso criminal.
Observando al acusado del otro lado sufrir y sudar sin final.

Alterar canciones con historias.
Comentar o acotar sonoramente capaz.
Presentar algún tema si el aburrimiento puede más.

Interpretar la música que elegiste.
Alucinar el vaivén de tus brazos dibujando un semicírculo en el aire cautivante.
Atravesados por una emoción pero limitados por el espacio reducido. Asfixiante.

Permanecer hasta que las neuronas hagan sinapsis.
Esperar a que tu voz surja del parlante.
Esperarte.
Obedecer a la luz roja, titilante.

Cuando prende, todos serios.
Cuando no, cuando muere y deja tras de sí un halo de misterio, circulan los mates.
Varias miradas puestas en el tablero, expectantes.

Ir y venir de personas, movimientos constantes y envolventes. 
Un comentario gracioso, una risa lejana, la luz roja nuevamente.

El operador transpira, suspira.
Se hace el silencio... Aire.

13.9.17

Debugging

Las primeras noches, sin importar que tópico traten, son definitivamente las más difíciles. En este período de mi vida, me enfrento con el desafío de la primera noche sola en una nueva ciudad, una y repetidas veces.
En Edimburgo, en Berlín, en Praga, en Munich... A donde sea que llegue, si es de noche, y más aún si todavía no conozco la ciudad, representa un dilema. Toda esa energía embotellada de largas horas de espera en estaciones de tren y aeropuertos, se hace presente como despertador un domingo temprano a la mañana y pide a gritos escapar. Y como no soy de esas personas que salen a correr de noche, algo tengo que hacer igual.
Me arreglo, me predispongo, salgo.
Me enfrento a la noche solitaria, no cuento con palabras en alemán o en checo para poder negociar un precio, viajar en metro, hacer amigos... Y sin embargo, acá estoy, escribiendo desde un bar, sentada en la mesa más grande y fría que ví en mi vida, tomando una larga cerveza y recordando la gente que me encontré en el camino.
Deseando conocer a los próximos que llenarán mi memoria de recuerdos y le pondrán (por fin!) palabras a mi vocabulario... Aquellos que me hagan sentir un poquito más yo de nuevo.
Pasa que, después de muchos días sin hablar, o hablando directamente en inglés, olvidé hasta la manera en la que se dice Argentina en castellano, e incluso cómo se pronuncia mi nombre en mi propio idioma, partes fundamentales y necesarias de mi ser; mi identidad básicamente.
Soy ésto que puedo con el inglés que tengo, defendiendo mis ideales en un idioma cuyas palabras no manejo, no soy.
Soy quien puedo a donde llego, quien me lleva ahí y quien me nombra. Soy 'Camille', 'Keymi', 'Ey Argentina!' o como quieras llamarme.
Puedo descender de australianos y pretender que mi vida está determinada por alguna guerra inexistente que me obligó a escapar de mi tierra.
Puedo ser española, italiana, chilena (con gente angloparlante, no?).
Puedo actuar y asi pretender ser alguien que no soy, pero al mismo tiempo, estaría siendo más yo que nunca -actriz, mucho gusto-.
Me acuerdo patente la primera vez que jugué a ser alguien que no era, pero en la vida real; cuando en una de esas cadenas internacionales de café me preguntaron '¿Cómo te llamas?' respondí 'Vanessa'. Simple. Con el tiempo fui 'Amanda', 'Samanta', 'Miranda'...
Hoy y en este lugar, elijo ser yo (o esta nueva versión de mí que lleva al aire poco menos de un año) para seguir degustando nuevas identidades y probarme el 'yo' que mejor me quede.
Y no voy a pensarme cómo era el año pasado. No tiene sentido, no me interesa volver.
Mi actual versión de mí se basta de sí misma para ser feliz y tuvo varios encuentros en el camino con otras almas, otros 'yo', que me desafiaron una y otra vez a reinventarme y así poder sacar al mercado la mejor versión de mí que esté disponible (un equivalente a actualizar el sistema operativo del celular).

Esa es la nueva, engancharme y desengancharme de todo y de todos una y otra vez. Depender sólo de mí y hacerme bien sin límites. Amarme con desenfreno, jugar en los juegos para chicos, correr cuesta abajo, ponerme bajo la lluvia y empaparme hasta lo que no se debería mojar. Cuidarme haciéndome pelota, y hacerme pelota al cuidado de mí misma. Darme los espacios y los tiempos para hacer y dejar de hacer lo que no quiera y respetarme por eso. 

¿Volver igual, a pesar de que me fui? No me queda otra.
¿Volver igual que como me fui? Imposible.
No es escapar, es desatarme de todo aquello que me transforma en un ser odioso y reencontrarme con la libertad de ser yo misma en su máxima potencia. Eso es lo que hoy me hace ser -o sentirme- más yo que nunca. Y eso es también lo que me llena y me hace feliz.


                             París, Francia

4.8.17

Whatever gets you thru the night

Americano por excelencia. Así podría empezar a describir a Nemo, mi compañero de campamento (dejemos su verdadero nombre afuera de la cuestión), pero no alcanzaría a llenar todos los casilleros. Neoyorquino ocurrente, divertido y hábil, de porte musculoso, rubio y de ojazos claros, daba más para tapa de revista que para ser humano.
Era el único en un grupo de treinta personas que más o menos ubicaba Argentina en un mapa y conocía -algo- de costumbres foráneas. Tocaba la guitarra (sabía de memoria los acordes de Despacito, habilidad que se vuelve inútil pasando el 2017), trepaba a los árboles y competía con otros -machos América- para ver quién tenía más fuerza, destreza, o se bancaba mejor las picaduras de bed bugs (también llamados Chinches en Latinoamérica).
Me prestó su cámara para sacar fotos bajo el agua en más de una ocasión y me ayudaba a subir mi valija-monstruo colina arriba.
Se manejaba en español lo justo para hacerme reír y eso era más que suficiente… Hacía rato nadie me hacía reír hasta llorar. Hasta que los ojos lagrimean y los pulmones duelen y falta el aire y ya te reís más de la forma en la que te reís que de los chistes en sí.
En los ratos libres jugábamos a las cartas y nos burlábamos de los nombres que les ponen a los dibujitos animados de éste lado del mapa (daría todo por volver a escuchar su manera de pronunciar “Castores Cascarrabias”). Una vuelta nos pusimos a discutir las diferencias biológicas entre pajaritos, patitos y pollitos, basándonos en distintos personajes de la Warner… Que Tweety es un pajarito amarillo y en español lo llamamos Piolín, que Daffy Duck es un pato y le decimos Lucas, y que pollito es el de La vaca y el pollito.
Nuestra conversación se dio en el medio de un cementerio así que nos comimos un buen reto. Pero no nos importó, la verdad es que lo que sucedía a nuestro alrededor mucho no afectaba. Nos abstraíamos del contexto constantemente. Compartíamos un mundo que sólo podía darse y existir en ese limbo que osábamos llamar realidad, pero que evidentemente no lo era porque ninguno se animaba a revelar su verdadero yo. Nos veíamos obligados a enfrentar desafíos ficticios y hacer de cuenta que todo podía terminar mal, cuando claramente estábamos en un entorno cuidado, más que seguro.
La última noche que pasamos juntos salimos a pasear por Tel Aviv y terminamos en Kuli Alma, un bar enorme plagado de lucecitas de colores, murales, graffitis, gente copada… Embelesados por el ambiente, dejamos pasar las horas agarrados de la mano con una inocencia propia de chicos de 16 años. Con el dedo índice me dediqué a recorrer las venas en su brazo de arriba a abajo y arriba de nuevo. Parece que emanábamos ternura, porque se acercó el dueño del lugar a ofrecernos tragos a cambio de sacarnos una foto para el Instagram del bar. Miradas cómplices de por medio, aceptamos, y terminamos en el celular de un ajeno, envueltos por stickers y corazones.
Sentados en el piso contra una pared repleta de mensajes anti guerra, charlábamos y nos hacíamos compañía esperando a que se hiciera hora de ir al aeropuerto. No queríamos irnos de Israel, pero además nos negábamos a despedirnos.

Tel Aviv, Israel
Horas después, y aunque aún no había amanecido, estábamos en el aeropuerto hablando de próximos destinos (él volvía a casa, yo volaba hacia París), y jugando con la idea de volver a vernos en el futuro.
Ahí fue cuando asimilé que una etapa de mi viaje estaba llegando a su final y que me tocaba enfrentar un nuevo rumbo. Me invadía la expectativa, la incertidumbre… Mi cuerpo no terminaba de acostumbrarse a esa felicidad de estar triste, a ese sentimiento de melancolía, y ya tenía que hacer diálisis de la ansiedad que me provocaba saber que en pocas horas iba a estar pisando suelo europeo.
Luego de hacer el check in, cada uno por su lado, nos reencontramos cerca de unos asientos acolchonados y nos apropiamos del espacio. Distribuimos valijas, paquetes y bolsitas por todos lados y jugamos a pronunciar calles raras en inglés.

Me acomodé en su hombro, él se apoyó en mi cabeza; y así nos quedamos paulatinamente dormidos, sabiendo en el fondo que esa iba a ser nuestra última siesta.

20.7.17

Volver a despertar después de presenciar el amanecer

Esta es la descripción de una siesta vivida en Israel, que llegó acompañada de otros tantos participantes, diría más de 20 seguro (No recuerdo haber tenido una siesta así de concurrida desde el jardín de infantes más o menos).
La noche anterior habíamos compartido anécdotas en el desierto con música de Coldplay de fondo, seguido de un fogón que nos mantuvo despiertos y cantando -a pesar de que no había una guitarra-, para concluir en un desayuno conformado por galletitas dulces y un café arábico, negro y amargo, minutos antes de que amaneciera y empezáramos la subida a Masada.
Cada pequeño descanso que íbamos teniendo en el camino lo dormíamos. Un ratito en el micro, otro esperando a que el sol asomara por detrás del mar muerto, de a pequeños cortes entre charlas intensas (y sobre todo acaloradas) en diversos lugares históricos… En fin, dónde podíamos y cómo podíamos.
Durante el recorrido jugamos a gritar todos juntos, en manada, logrando un eco en formato boomerang, que así como iba volvía a los pocos segundos, dando la sensación de que nos gritaba de lejos la hinchada de un equipo de futbol.
Llegado el mediodía, justo cuando más de uno estaba preparado para izar bandera blanca, vislumbramos en la lejanía un hostel que nos iba a proveer de comida y aire acondicionado (bendito seas siglo 21).
Nos presentamos en la puerta todos transpirados hasta la médula, bañados, empapados y centrifugados en gotas de sudor que dejaban aureolas de transpiración en la ropa y que, calculo yo, acumulaban suficiente agua para -mínimamente- hacer crecer un árbol.
Exhaustos pero aliviados, nos dimos un panzazo hermoso con el banquete que nos esperaba, repleto de panes, quesos, fiambres, frutas y legumbres, especias, jugos raros, yogures y cereales. Cantidades infinitas de comida, que provocaban empujones y corridas. Una y otra vez, los platos se llenaban, vaciaban y volvían a llenar, no había tiempo de degustar, era engullir una delicia atrás de otra sin pausa, sin freno ni consideración.
Era el hambre acumulado del no dormir hace días, del calor que nos hacía sudar todos los nutrientes, de la felicidad de mirar por las ventanas el desierto enorme, voraz y fagocitante, de la charla sugerente. El tren seguía su marcha sin paradas, hasta que, en algún intervalo de esa vorágine, dejamos de ingerir comida, pero sin perder jamás el hambre.
Luego de un rato, agotados de tanto masticar, nos fuimos levantando y acomodándonos en el lugar que nos hospedaba. ¿Mi elección inmediata? La pileta. No tengo recuerdos de haberme sacado la ropa; simplemente mojé un pié para testear la temperatura del agua, y al notar que estaba fría, me entregué sin más a esa promesa de paraíso terrenal.
Me dediqué a flotar, mirar el cielo despejado y nivelar de a poco mi temperatura corporal interna, aunque fuera tan sólo temporalmente (después de todo sabía que tarde o temprano me iba a tener que volver a someter a ese sol quemante y tajante).
Resignada ante tal destino cruel, salí de ahí para encontrarme con mis compañeros distribuidos aleatoriamente en una especie de jardín cuadrado de pastito artificial, buscando sombra debajo de las palmeras.
Encontré con la mirada un lugarcito que me hiciera sentir guardada y me arrojé elegantemente a descansar boca abajo, apoyada sobre mis brazos.

Antes de entrar en un sueño profundo, casi de coma, espié a mis alrededores traviesamente y sonreí frente a mi descubrimiento. El lugar que había escogido era lógico, casi ideal. Entusiasmada, me rendí a un sueño lejano, risueño, letárgico.


Cerca del Mar Muerto, Israel